Lupita está de visita en México. Nunca había salido de El Salvador, dice que siempre soñó con conocer este país algún día. Para ella y sus cinco hijos esta oportunidad llegó más temprano de lo esperado. Asegura que México es más bonito de lo que imaginaba; se siente contenta de estar aquí, se siente segura.
Para llegar hasta Tapachula no tuvo mayores problemas, a pesar de que ni ella ni ninguno de sus hijos tienen ni pasaporte ni visa para entrar a territorio mexicano. Al llegar a la garita en Ciudad Hidalgo, Chiapas, le dijo a los agentes de migración que venían a pedir refugio político, alegó los motivos por los cuales huían de su país, y los dejaron pasar hasta Tapachula, donde hay una delegación de la COMAR (Comisión Mexicana de Ayuda para Refugiados).
En la COMAR los enviaron a la Casa del Migrante, en donde esperan turno para rendir su declaración, lo que puede tardar varios días. Sus cuatro hijas y Medardo –el más pequeño, de cuatro años– esperan sentados en la recepción de la casa mientras su madre platica los motivos de su repentina visita a México.
En Sonsonate, El Salvador, las clicas de la Mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18, al igual que en el resto del país, Guatemala y Honduras, se disputan el territorio con total impunidad. En las calles, los mareros –como llama la gente a los miembros de cualquiera de estas pandillas– cobran cuotas a los establecimientos comerciales, taxis, escuelas, etc., para “protegerlos” de la pandilla enemiga; si alguien se niega a pagar, corre el riesgo de ser asesinado. A los mareros les gusta matar con ganchos, pica hielos, machetes, puñales o armas de fuego. Las cárceles, atestadas de sus miembros, no tienen ya espacio para más delincuentes; las autoridades, rebasadas por el problema, han optado por disparar cuando un marero se resiste al arresto.
A Jazmín, la hija mayor de Lupita, de diecisiete años, la pretendía el líder de la clica de su barrio. Ella no quería tener una relación con alguien que andaba matando gente en las calles... lo pagó muy caro, y su familia también. Después de varias insistencias y amenazas de parte del pandillero, una noche irrumpieron en su casa y machetearon al padre hasta la muerte, enfrente de toda la familia. Llamaron a la policía cuando el padre ya había muerto y ésta no llegó sino el día siguiente. Sólo pudieron recoger su cuerpo en pedazos y recomendaron a la familia que se mudara a otra ciudad o que saliera del país. Estuvieron en varios poblados y en todos los encontraban y amenazaban hasta que después de varias semanas decidieron huir a México pidiendo refugio político.
En México, la COMAR, desde la firma del último Acuerdo de Paz en las guerras civiles de Centroamérica, hace 15 años, ha aprobado sólo dos casos de refugio político para centroamericanos. La definición que las Naciones Unidas tienen de “refugiado”, a la que se tienen que apegar las autoridades mexicanas, no contempla casos relacionados con violencia causada por el pandillismo o el narcotráfico, tan comunes en Centroamérica. Sólo se puede pedir refugio en casos de persecución por motivos de raza, religión, ideas políticas, género o nacionalidad.
Después de dos semanas de declaraciones ante COMAR, les cerraron el caso. No pueden volver a El Salvador por miedo a que maten a otro miembro de la familia. Jazmín trabaja haciendo quesadillas por cincuenta pesos diarios en un restaurante de un reconocido señor de Tapachula, gasta veinte pesos en el transporte para poder llegar hasta el restaurante. Ahora la familia vive en un cuarto porque la Casa del Migrante no los pudo apoyar más.
Para llegar hasta Tapachula no tuvo mayores problemas, a pesar de que ni ella ni ninguno de sus hijos tienen ni pasaporte ni visa para entrar a territorio mexicano. Al llegar a la garita en Ciudad Hidalgo, Chiapas, le dijo a los agentes de migración que venían a pedir refugio político, alegó los motivos por los cuales huían de su país, y los dejaron pasar hasta Tapachula, donde hay una delegación de la COMAR (Comisión Mexicana de Ayuda para Refugiados).
En la COMAR los enviaron a la Casa del Migrante, en donde esperan turno para rendir su declaración, lo que puede tardar varios días. Sus cuatro hijas y Medardo –el más pequeño, de cuatro años– esperan sentados en la recepción de la casa mientras su madre platica los motivos de su repentina visita a México.
En Sonsonate, El Salvador, las clicas de la Mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18, al igual que en el resto del país, Guatemala y Honduras, se disputan el territorio con total impunidad. En las calles, los mareros –como llama la gente a los miembros de cualquiera de estas pandillas– cobran cuotas a los establecimientos comerciales, taxis, escuelas, etc., para “protegerlos” de la pandilla enemiga; si alguien se niega a pagar, corre el riesgo de ser asesinado. A los mareros les gusta matar con ganchos, pica hielos, machetes, puñales o armas de fuego. Las cárceles, atestadas de sus miembros, no tienen ya espacio para más delincuentes; las autoridades, rebasadas por el problema, han optado por disparar cuando un marero se resiste al arresto.
A Jazmín, la hija mayor de Lupita, de diecisiete años, la pretendía el líder de la clica de su barrio. Ella no quería tener una relación con alguien que andaba matando gente en las calles... lo pagó muy caro, y su familia también. Después de varias insistencias y amenazas de parte del pandillero, una noche irrumpieron en su casa y machetearon al padre hasta la muerte, enfrente de toda la familia. Llamaron a la policía cuando el padre ya había muerto y ésta no llegó sino el día siguiente. Sólo pudieron recoger su cuerpo en pedazos y recomendaron a la familia que se mudara a otra ciudad o que saliera del país. Estuvieron en varios poblados y en todos los encontraban y amenazaban hasta que después de varias semanas decidieron huir a México pidiendo refugio político.
En México, la COMAR, desde la firma del último Acuerdo de Paz en las guerras civiles de Centroamérica, hace 15 años, ha aprobado sólo dos casos de refugio político para centroamericanos. La definición que las Naciones Unidas tienen de “refugiado”, a la que se tienen que apegar las autoridades mexicanas, no contempla casos relacionados con violencia causada por el pandillismo o el narcotráfico, tan comunes en Centroamérica. Sólo se puede pedir refugio en casos de persecución por motivos de raza, religión, ideas políticas, género o nacionalidad.
Después de dos semanas de declaraciones ante COMAR, les cerraron el caso. No pueden volver a El Salvador por miedo a que maten a otro miembro de la familia. Jazmín trabaja haciendo quesadillas por cincuenta pesos diarios en un restaurante de un reconocido señor de Tapachula, gasta veinte pesos en el transporte para poder llegar hasta el restaurante. Ahora la familia vive en un cuarto porque la Casa del Migrante no los pudo apoyar más.
Éste es sólo uno entre una larga lista de casos de centroamericanos rechazados por el gobierno de México. El concepto de refugiado se ha modificado varias veces para ampliar la cantidad de motivos por los que un país puede acoger a un extranjero en caso de que su vida corra peligro. En Centroamérica, el narcotráfico y el pandillismo son la principal amenaza para toda la gente. La política exterior mexicana tiene una tradición importante cuando se trata de dar asilo o refugio político a extranjeros, pero Estados Unidos –con gran peso en la ONU– no ve con buenos ojos que Centroamericanos –víctimas de la violencia callejera– puedan vivir en nuestro país, por miedo a que estando aquí se les ocurra pasarse al otro lado.
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