Me gustaría referirme a un extracto del artículo 69 de nuestra Constitución. “A la apertura de sesiones ordinarias del primer periodo del Congreso asistirá́ el Presidente de la República y presentará un informe por escrito…”. Las tradiciones y costumbres en los mexicanos están mucho más arraigadas que las normas y los reglamentos, esto gracias a nuestra naturaleza contradictoria, no desconocida por el primer mandatario mexicano. A lo largo de décadas, el país estuvo acostumbrado a escuchar una indescifrable letanía, cargada de cifras, argumentos y datos que trataban de respaldar el funcionamiento del poder federal; era sólo un acto rutinario y protocolario de recepción del informe presidencial cada primero de septiembre.
Bien es cierto que el sábado primero de septiembre y el domingo segundo estuvieron cargados de nerviosismo e incertidumbre. Esperábamos las nuevas ordenes no escritas para adecuarlas a nuestro fin de semana. Como lo anunció Felipe Calderón previamente, hizo presencia en el Congreso y entregó su primer reporte anual, es decir, cumplió́ con su tarea, con su obligación constitucional a secas. El que no la hizo (¿o si?) fue el “compita” encargado de la producción, que tuvo el “errorzazo” (¿acaso fue eso?) de censurar, perdón, de evitar que la nueva dirigente de los diputados Ruth Zavaleta gastase su valioso tiempo en dar un speach de resistencia, al cual por cierto, tampoco estaba obligada.
Después, como lo vimos el domingo y resalto, haciendo uso de un discurso emotivo y lleno de buenas intenciones, el presidente se centró en lo mucho que falta (vaya que sí) para la construcción de un mejor país. El Huey, tlatoani contemporáneo se refirió sobre la nación hacia un palco compuesto de sus súbditos allegados; debemos olvidar el anacronismo del recuerdo nostálgico que nos oprime del pasado y olvidar los viejos rituales del hombre de la silla del águila, es decir, desistir de aplaudir en automático, dejar de asentir y apoyar al unísono sin debatir, sin construir mediante la deliberación, en resumen, hacer política y dejar la “politiquería”.
Este pasado inmediato debe ser olvidado para dar un primer paso hacia prácticas democráticas reales; no se trata de establecer un día para el presidente y otro para el Congreso de la Unión, (independientemente si sea o no inicio de sesiones, lo que no viene al punto) o una competencia mediática para ver quién acapara la palabra; pregunto ¿cuándo ocuparemos el primero de Septiembre (u otra día de los 364 restantes) en el consenso, la deliberación, y el balance entre dos poderes?
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